viernes, 1 de julio de 2005

La era de la boludez crítica (Aira y D10s)


(mail enviado a la revista Lote)


Aira es el Maradona de la literatura argentina dice Tomás Abraham[1]. No me parece. Si hubo Maradonas se parecían más a Carlovich, a quien Maradona llamó, como es sabido en Rosario, cuando vino acá, el mejor jugador del mundo, delegando, como es común en su no reconocida modestia, esa responsabilidad terrible que no obstante fue de su entera competencia. Maradonas en mi criterio fueron Macedonio Fernández u Osvaldo Lamborghini. Acaso el Girondo masmedular. No Aira, de ningún modo. Aira, al contrario, es un todo terreno que incluso cabecea como Pelé (a Maradona no le hacía falta porque tenía la cabeza en los pies). Aira es un Killy González; a donde lo ponés, el tipo se las rebusca: corre toda la cancha, marca, distribuye honrosamente, le pega bien de lejos, y de cuando en cuando pela una gambeta como para hacer ver que algún potrero tuvo; pero pasa un poco desapercibido, hay que reconocer. O en todo caso un Sorín o un Zanetti, liebres legibrerianas, o libres legibleairianas, máquinas motoras de “huir para adelante”, jugadores del “continuo”. Como los narapoicos que son lo contrario de los paranoicos, estos son defensores que no defienden, atacan. ¡Y cómo! Son talentosos pero están sometidos a la disciplina y rutina del trabajo permanente. Sus hégiras del puesto del cuatro o del tres hasta el aira, el aria, contraria, son pequeñas travesías narrativas como las “novelitas”, combinan un talento entre cairológico y mecánico, artesanal. Como las novelas-Aira.
Elena Bellamuerte es un gol a los ingleses. La letra de Lamborghini es la mano de dios, la infracción de genio.

Aira comunica a los reporteros españoles – a los únicos que atiende (y bien que hace) – la revelación publicista de que Cortázar era un mal Borges. Plin.
Nos pasa a algunos que mientras vamos leyendo las novelitas, sigamos el juego, nos sentimos como atorados en el sopor table – meseta o mesa – de una especie de cortazarismo de muy segundo orden, un mal Cortázar, como tantos que abundaron y lo harán. Esos dialoguitos bobalicones, pasatiempistas, esos insoportables nombres propios tipo novela femenina que sentimentalizan la cosa a base de la pesadez del no suceder. Pasan treinta páginas así, cero a cero, hasta que de golpe y porrazo Aira nos la manda a guardar. Acá ya me parece que es uno de esos genios laguneros que juegan dos partidos mal y en el tercero registran un milagro prosantificación. Un estilo Riquelme o Borgui. Treinta páginas de sucesos boludos en la vida de unos boludos, de cortazarismo Miguel Cané, de polenta mágica realista y de golpe se aparece una mujer a la que le crecen al infinito orejas de conejo científicamente y todo sigue como si nada y vuelve a la normalidad polenta al mediodía de otras treinta páginas. Ahí comenzábamos a sospechar que Aira (Aira, no el “narrador”) se reía de nosotros, de uno, y que ejercía una especie de pasión perversa invertida consistente en prodigar la apatía al prójimo. Un efecto, en efecto, que oscila entre la homeostasis del lector, y su apatía.
Y digo al prójimo porque si el Lector – acá va con mayúsculas – no es un Personaje, como en Macedonio Fernández, entonces ¿quién es? Hablo de homeostasis o de apatía porque para mí el prójimo, en literatura, es el cuerpo del lector. El lector en sí mismo es, alocutario, narratario o llamale hache, un personaje excluido. Un personaje ostracismado sólo comunizado en repúblicas de tipo macedoniano. El acto textual es una máquina de afectar, intelige en las vísceras. Puede ser piadoso pero no es cristiano, es maquiavélico. Macedonio soñó el cristianismo en literatura: ponerse en el lugar del otro, del Lector. Pero la literatura, fuera de esta broma de mal gusto de nuestro mayor humorista, es un abuso de poder, simplemente.


Quizabobo de la Crítica

1/7/05
Seis y media de la mañana, sin dormir. Polonia.



[1] “Decálogo Aira. Los diez mandamientos más uno”. Revista Lote.